Adicción
Andrea tenía una adicción. En realidad, como todo mortal, más de una, pero esta era de ese tipo de adicciones que la gente no entendía, o peor, que entendía demasiado y no era capaz de reconocer. A Andrea le gustaba ese sentimiento que le llenaba el estómago de mariposas revoltosas. Le encantaban las mañanas con café y tostadas en la cama después de una noche de desorden sentimental con pinceladas de sábanas lujuriosas. Le volvía loca eso de esperarle nerviosa en la acera y subirse al coche sonrojada. No concebía la vida con peleas matutinas pero sí con un beso de buenos días y un maquillaje retocado y sin imperfecciones. Le perdía comprarse ropa interior y estrenarla, cenar a la luz de las velas y escuchar promesas de vida compartida, entre sorbo y sorbo de vino. Se resistía a discutir por lavar los platos, a compartir gastos, a fumar a escondidas, a no llevar escote, al interrogatorio de cada tarde y a la inquisición de su sonrisa. No soportaba los golpes después de una cam