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Serendipia

  Pocas veces se había parado el tiempo en su vida como en los momentos en los que se veían. El reloj parecía detenerse y el mundanal ruido dejaba de ser ensordecedor para calmarse entre los dedos rápidos y las miradas furtivas. Andrea se sentía mareada los minutos previos a cada encuentro, el corazón se le aceleraba y su temperatura comenzaba a vacilar solamente de pensarle cerca, pero lo curioso es que sabía disimularlo tan bien que dejaba que él pensara que llevaba el control, que sabía lo que hacía y que nada perturbaba su conciencia como le pasaba a él. Podría pasar una vida entera en aquella inmensa estancia, en un rincón a la espera de que el reloj se comiera los minutos mientras ellos se devoraban a besos. Podría regalarle a Cronos las mañanas que quisiera con tal de sentirle cerca y que sus bocas se lamieran una y otra vez hasta gastarse, o que doliesen los labios de las mordidas o que las manos pudieran acariciar la piel, esa piel que nunca miente, que se impregna de

Complicidad

 La cabeza le daba mil vueltas, giraba sobre sí con el mojito en la mano izquierda y la derecha tocando el aire que desprendía el movimiento de su vestido largo. Era verano y era sin duda su verano, como todos, porque si algo le daba la energía que necesitaba para todo el año, era aquel mágico solsticio que llenaba de buenas vibraciones su cuerpo. Lola la miraba risueña mientras le daba una calada intensa al cigarrillo. Andrea paró en seco. - Dame una calada. - Tú ya no fumas - Yo ya no soy yo Aspiró profundo aquel imperdonable vicio y el humo recorrió su garganta hasta salir por la nariz de vuelta. Se sintió poderosa a la par que culpable, pero olvidó aquel segundo sentimiento para concentrarse en el primero. La temperatura era perfecta, la arena aún conservaba el calor de la jornada de sol y sus pies se perdían entre los trocitos de conchas casi insignificantes de aquellas tierras de sal. La noche caía serena sobre la bahía, que bañada por la luz intensa de la luna más hermosa del añ

Volver a jugar

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  Cuando lo tenía frente a ella, apoyado con disimulo en la barandilla del paseo marítimo, con el baluarte a la espalda y la brisa de poniente azotando la noche, supo que iba a pasar. Tras horas de conversaciones banales y alguna que otra más seria, tras días de deseo contenido a sabiendas de que lo prohibido les acechaba, quisieron darse la tregua de verse fuera de las pantallas y de los ojos ajenos e inquisidores y volvieron al lugar que sin saberlo les unía, a su noche mágica sin ser la señalada y a las ganas locas de comerse a besos aun negándose a las evidencias. Él simplemente se posicionó para que su cuerpo quedara tan cerca del otro cuerpo que apenas tuvieran dudas de ejercer de imán y fundirse en un abrazo casi quinceañero. Ella aspiró profundamente su olor, su camiseta rozaba la nariz y le hacía cosquillas y sus brazos morenos ya por el sol del recién estrenado verano, la rodeaban con fuerza. Los latidos de ambos se descontrolaron como caballos bravos y ella sintió el

Y una vez más...

  Lo que le gustaba de él no era otra cosa que la serenidad con la que llevaba su vida. Los principios a veces excesivamente rígidos que conformaban su forma de ser. La manía de llevar esa apariencia de soberbio que luego se difuminaba cuando estaban lo suficientemente cerca como para perderse en el aliento del otro. Admiraba la capacidad que tenía de ordenar en su desorden los sentimientos y la extraña y perturbadora habilidad de hacerle cambiar de opinión y llevarla a su terreno. Nadie había ocupado su lugar, ni lo ocuparán a pesar de intentar por ambas partes buscarle un sustituto al deseo. Siempre tenía la palabra perfecta para ella, siempre encontraba el resquicio por el que entrar y comerle terreno a cualquiera que quisiera interponerse. Andrea salió de su pensamiento para volver a la ponencia. Se mordió el labio. Lo imaginó desnudo en su cama, en aquel apartamento de pocos metros, absortos del mundanal ruido y se sonrojó. Se atusó el pelo intentando disimular el

Arena...

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  La forma en la que me miras, dibujando alguna chispa en tus retinas, recordándole a mi esencia lo que soy capaz de lograr, me desarma . Me desarman también tu mano en mi pierna, la levedad de tus dedos jugando con la tela de mis vaqueros, la fuerza con la que me acercas a ti para soltarme luego reprimiendo tus ganas. Adoro la manera en la que rebuscas en nuestro pasado alguna anécdota que revivir de pronto, cómo me haces reír o cómo te empeñas en que no olvide que soy más fuerte de lo que creo y la   comisura de tus labios húmedos esperando que rompa la tregua de nuevo y te vuelva a besar. Creo en tus palabras, en la incertidumbre de desvestirte a medias, la calidez de tus <<No pasa nada>> o el fulgor de tus deseos a medias. Confío en que no te marches, en que te alejes a ratos y lo suficiente para no amarrarme a ti como en aquel tiempo, confío en que a veces eres tan duro con mis pensamientos para que ello me haga a su vez más fuerte a mí… Te veo en algunos p

EL FINAL

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  Sabía que iba a ser la última vez que se vieran o al menos la última vez en que se miraran de esa forma, por eso ella estaba más seria aunque intentaba disimularlo y él más nervioso de lo que había estado nunca. Se marchaba, y lo hacía demasiado lejos, con incontables kilómetros de agua salada, con al menos tres escalas de distintos aeropuertos extranjeros, en los que embarcar para encontrarse, de por medio. Un camino arduo y poco transitable una vez que se decidía desandar. Andrea sostenía sobre sus manos el cuaderno, aquel amasijo de sentimientos que había estado escribiendo durante el tiempo que duró aquella luna de miel que por un momento pareció eterna. Jaime recogía sus cosas con rapidez. Daba vueltas sobre sí mismo en el salón de aquel piso de pocos metros. Estaba nervioso y aturdido. Sabía que marcharse no era la solución, pero también que en el punto en el que estaba su vida, la cobardía ya se había adueñado de él. -           ¿Has cogido el pasaporte y los billete

El Reencuentro

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  Cuando subió al coche sintió un Déjà Vu  que le ocasionó cierto mareo. No reconocía la tapicería de aquel nuevo lugar, pero el olor a perfume caro seguía inundando cada parte de su memoria. Allí estaba él, años después, con las manos sobre el volante y en mangas cortas. Un tatuaje recorría su antebrazo y el recuerdo de alguna conversación sobre la posibilidad de hacérselo la hizo sonreír.  No dijeron nada, ella se sentó, se atusó el pelo nerviosa y él siguió por la carretera de aquella calle céntrica sin pestañear. Al cabo de unos minutos, él rompió el hielo. La voz le sonaba distinta. - ¿A dónde siempre? - Venga. Contestó ella. El corazón le latía con tanta rapidez que temió que él pudiera escucharlo. El sudor le recorría la espalda, el remordimiento le hacía sentir náuseas y aquel perfil concentrado en la carretera despertaba sus ganas. Cuando aparcó frente a la playa y apagó las luces ella suspiró fuertemente, sentía la presión de ese nudo imaginario que se instala en tu garganta