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Fue en la ciudad que se corona en las madrugadas de verano con el aire fresco de su río. En alguna esquina, con algún balcón al que vuelven las oscuras golondrinas, en alguna calle en la que antaño, un poeta inspira a otro poeta a escribir el lugar donde habitará el olvido. Se besaron. Sin más. Bajo una luna que se tornaba llena y grande, en una noche empujada por un sol impaciente, que la obligaba a terminar antes de tiempo... El deseo, es al fin y al cabo, esa espina que se clava en el recuerdo y se enquista de por vida si no se le da agua cuando tiene sed. Ambos, entre beso y beso reían. Él jugaba con sus labios y ella buscaba bajo su camiseta una ráfaga de aire puro. Igual que los dedos de un escritor, acarician un verso, sus bocas se rozaron. Casi era invisible que el asfalto fuera tierra de nadie, que pudiese algún caminante perdido, verles entregarse de esa manera. Habían pasado años desde la primera vez que se conocieron, había pasado mucho tiempo, desde que se com