Cuando algo se rompe nos entra la imperiosa necesidad de pegarlo. Mi madre nunca quería pegar las cosas. No lo enendí jamás, pero era algo superior a sus fuerzas, así que cogía el jarrón, el muñeco de cerámica o lo que fuese (que seguramente habría roto mi hermano, porque sus manos de trapo son mundialmente conocidas en mi familia) y lo tiraba. Una vez se rompió por una corriente de aire que cruzó mi habitación, un adorno que llevaba años guardando celosamente en una de las barrocas estanterías de mi cuarto. Obviando la fuerza que llevaba a mi madre a tirarlo todo, indagué en el baúl de herramientas de mi padre, encontré un pegamento fuerte y reconstruí los pedazos. Aquello nunca fue lo mismo. Nunca lo vi de la misma manera, nunca conseguí sentir hacia mi recuerdo del pasado, lo que antes me suscitaba. Las marcas de aquella reconstrucción dibujaban un mapa que bien podía ser de carretera y terminó en la basura en una de esas limpiezas sin corazón que de vez en cuando me entraban.