Trampas [borrador]
1
Allí estaban los dos,
totalmente ebrios de vino aunque no solo embriagados de alcohol.
Tirados en el rellano de
la escalera reían sin tener un motivo aparente, ella soltaba sonoras
carcajadas y él intentaba taparle torpemente la boca.
El silencio de la
madrugada les hacía de telón de fondo y sus voces eran orquestas
desafinadas buscando algún hueco en el eco, para refugiarse.
Ella llevaba su corbata
atada en la muñeca y le faltaba un zapato.
- ¡eh! ¡tú! ¿Ha perdido Cenicienta un tacón de color rojo?
Andrea soltó una risotada
escandalosa y haciendo equilibrio para no caer desplomada, se tiró
encima de él y le arrancó el 37 de plástico y polipiel.
- ¡No necesito un príncipe!
Él la miró absorto y le
sacó la lengua. Intentó sujetarla, mientras torpemente, se
levantaba a la vez que se ponía el dichoso zapato, pero ella no se
dejó.
- Puedo sola. Balbuceó y acto seguido el tobillo se le dobló y se dio de bruces contra el suelo.
Las risas de ambos
tuvieron que despertar al vecindario.
Andrea estaba tirada en el
suelo, los pelos esparcidos por el frío mármol y los ojos cerrados.
La mano derecha reposaba sobre su vientre y la izquierda intentaba
que la falda, estrecha y negra, no se le terminara de subir.
Se hizo el silencio.
Pablo se tumbó a su lado,
ella giró la cabeza y se lo encontró de frente, a centímetros de
su boca que aún desprendía olor a güisqui del caro.
Jamás en años habían
cruzado la frontera que separa el deseo de una noche de lujuria.
Temían, que al hacerlo, la magia se rompiese y no quedase más que
un reproche y un portazo.
El temporizador de la luz
se agotó y la escalera quedó a oscuras.
Andrea sentía un leve
mareo y el corazón le bombeaba en las sienes.
Pablo buscó su mano, la
mano que sostenía la falda y se la cogió haciendo que se
desprendiera del trozo de tela para acto seguido meter los dedos
entre la piel y la ropa de su amiga.
Ella sintió un mareo más
acentuado.
- ¿Me llevas a casa?
Pablo cerró los ojos y
apretó los dientes. Se levantó del suelo y le tendió los brazos
a su amiga para que se ayudase.
Ella no atinaba a abrir la puerta, él se lo puso fácil y cuando ya lo consiguieron, se quedó en el umbral, mirándola, perdiéndose en su melena negra e intentando obviar aquel escote, que hasta el momento no había visto.Ella llevaba los tacones en la mano, y los dejó caer al suelo cuando vio que no entraba.
Ella no atinaba a abrir la puerta, él se lo puso fácil y cuando ya lo consiguieron, se quedó en el umbral, mirándola, perdiéndose en su melena negra e intentando obviar aquel escote, que hasta el momento no había visto.Ella llevaba los tacones en la mano, y los dejó caer al suelo cuando vio que no entraba.
- No creo que pueda llegar sola hasta la cama.
Pablo cerró con
suavidad la puerta y la persiguió por el estrecho pasillo.
2
Aquella noche se
confundieron las ideas y la frontera se tornaba borrosa.
Andrea se quitó la
camiseta y la lanzó al salpicadero. Las manos de él eran certeras y
rápidas.
Ni se imaginó que
la noche acabaría allí, él la recogió del trabajo como cada
segundo viernes de mes, el día que se dedicaban como amigos, pero no
todos los viernes abandonaban a Andrea después de una relación tan
larga y tortuosa.
Comenzó la
respiración rápida y el calor que te lleva a desprenderte de la
ropa. Ella había bebido tanto que no dudó en lanzarse sobre él y
comenzar a besarle.
Se sintió rara,
pero estaba tan acelerada que no paró a pensarlo.
De pronto, cuando ya
la piel empieza a querer confundirse con otra piel, él paró de
besarla. Paró en seco y se detuvo a mirarla, la cogió por la cara y
le apartó el pelo.
Bien sabe Dios, si
existe, que desprenderse de aquel pecado fue lo más duró que había
hecho nunca.
Se gustaban, se
adoraban sobre todas las cosas, en ocasiones se habían imaginado en
aquella situación. Habían hablado de sus sentimientos con total
libertad, pero habían firmado una guerra fría y hasta ese día,
nunca hubo tregua.
3
La casa de Andrea
olía a incienso y a canela. Era pequeña pero coqueta, rodeada de un
aire místico y cultural, una mezcla que solo se podía entender si
se la entendía a ella.
Pablo la agarró por
detrás y ella se abandonó a sus brazos, comenzó lentamente a
besarle el cuello y ella tembló.
Al girar el pasillo,
justo en la puerta de su habitación, Andrea se volvió para mirarle,
él la observaba con esa sonrisa que tanto le molestaba a ella, esa
en la que cerraba los labios y jugaba con su lengua a acariciarse los
dientes.
Se besaron, lo
hicieron como expertos, lo hicieron como esclavos a los que tras años
se les devuelve la libertad, con ansia.
Él la levantó del
suelo y ella le rodeo el cuerpo con las piernas, él le subió la
falda mientras la colocaba entre la pared y su cuerpo.
Habían imaginado en
secreto aquel momento durante años, el instante en que ambos dejasen
su mundo atrás para entregarse.
Andrea sentía
escalofríos cada vez que él le buscaba las ganas y aunque todo le
daba vueltas puso el alma en cada beso.
La habitación
estaba iluminada por algún letrero de la calle que dibujaba siluetas
en la pared.
Él la llevó hasta
la cama, ella le desabrochó cada botón de la camisa, se quitó la
corbata que aún tenía colgando de la muñeca y dejó caer su peso
sobre él.
De pronto un
recuerdo se apoderó de la mente de Andrea. Aquella noche. Aquel
viernes. Ella y la humillación de sentir que la rechazaba. Él y su
soberbia, esa soberbia que al principio le gustaba pero que luego
terminó por saturarla. Recordó las palabras de Pablo, la sonrisa y
los dientes, la camisa de cuadros que llevaba, el descampado, las
lágrimas en la cena y el vino.
Recordó qué había
conseguido que aquella historia siguiese viva, su insistencia, su
calma, su paciencia y sus continuas llamadas para mantener el
segundo viernes de mes.
Cayó en la cuenta
de lo que había pasado el último año, de la de hombres que habían
intentado entrar en su vida y a los que Pablo había rechazado con
alguna mala excusa y con el manido “tú mereces algo mejor”.
Andrea paró de
besarle, le apartó las manos de su cuerpo, se deshizo de aquella
piel.
- ¿Qué ocurre?
Pablo la miraba
absorto, desconcertado.
El día había sido
muy largo, la ruptura, llamar a su amiga y pedirle ayuda, la cena, Andrea y sus consejos, las lágrimas
a escondidas, su ego herido...
- Vamos pequeña. Pablo volvió a cogerle por las caderas pero ella esquivó sus besos.
- Vete.
Pablo se quedó
paralizado, no entendía nada.
- Sabes que esto no puede ser, tú y yo hemos nacido para desearnos, sólo eso.
Salió de la
habitación y casi sin hacer ruido se metió en el baño, cerró la
puerta y lo único que pudo escuchar él, fue el pestillo y abrirse
el grifo de la ducha.
4
Nunca la había
visto tan hermosa como aquella noche, tenía los ojos hinchados de
llorar y el pelo revuelto.
Olía a perfume y a
vino y su piel era más suave de lo que nunca imaginó.
Tenerla allí, casi
desnuda, sedienta de los besos que nunca se habían dado y
entregándose sin miramientos, le trastocaron los principios.
Pero ella no era
ella, era un alma dolida con algún desgraciado que no supo
valorarla. Era su amiga, ebria y enfadada con el mundo. Había
imaginado muchas veces en cómo sería desnudarla, pero él no era
así, él no era como su amiga, aquella chica débil a la que al
igual que a Don Quijote, los libros le habían llenado la cabeza de
pajaritos, de libertad desmesurada, de una manera de vivir que él
no compartía.
- Andrea, no.
- ¿Qué?Ella se reía e intentaba volver a besarle.
- Para, para Andrea. ¡Te he dicho que pares!
Ella se quedó en
silencio, mirándole, y él le cogió la cara y le apartó el pelo.
- " Tú y yo, hemos nacido para desearnos, sólo eso."
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