Yo, seré tu red.


Cuando se fue lo hizo sin nada, dejó todos sus libros a excepción de uno y metió en la maleta la ropa que más usaba.

Entró en el taxi conteniendo la mueca de dolor e intentando controlar su respiración para que pareciese relajada y segura.

Le apetecía fumar, eso siempre le pasaba cuando la situación se tornaba difícil y no se creía capaz de superarla. Encendía un cigarrillo, lo miraba unos segundos mientras dejaba que el humo le llenara los pulmones y el cuerpo se le relajaba.

- Espere un momento, por favor. El taxista hizo un ademán por el espejo y ella salió del coche.

Ambas se fundieron en un abrazo y el llanto le recorrió el alma pidiendo a gritos salir, esos abrazos solo se dan cuando el miedo te lo pide, cuando sabes que vas a caer y esperas que alguien te recoja.

Se miraron por un instante y se volvieron a encontrar años atrás.
Llevaban uniformes de colegio y esperaban en aquel patio del pozo a que llegaran de casa para recogerlas. Estaban de la mano, en un banco de madera con el escudo tallado. Juntas habían jugado a ser mayores, y lo habían conseguido cumplir.

Sus vidas se habían unido con un lazo irrompible, con una fuerza sobrenatural, de esas que hacen que dos personas se terminen las frases la una a la otra o que sepan lo que sienten o piensan con tan solo un choque de miradas.
El tiempo había pasado por las dos de una manera asombrosa, pero hay cosas que ni ese tirano es capaz de arrebatar, y su complicidad seguía siendo inefable.
Siempre se habían defendido, siempre habían permanecido en el mismo bando, bajo el mismo sol, jugando en el mismo equipo.

Y ahora tenían que dejar sus muñecas y la licencia que te proporciona ser una niña, para enfrentarse al mundo real.

En aquella mirada se vieron en la misma habitación, a oscuras, peleando por ser la última en dar las buenas noches, aunque de ellas siempre ganaba una y no precisamente por ser la mejor, muchas de sus batallas habían sido ganadas porque la otra había puesto de su parte para perder.

La una no imagina su vida sin la otra, son como dos mitades que algún Dios separó y convirtió en seres diferentes.

Cuando alguna cae la otra hace de red, cuando una tiene sed, la otra es su agua. El tiempo y las circunstancias las hicieron protegerse mutuamente, pues en esta historia nada tiene que ver la edad con la protección.

La vida en ocasiones te obliga a abrazar al que a ojos del mundo debe ser el fuerte.
El taxista las sacó de su mundo con un casi inaudible "El tiempo apremia" y ellas se volvieron a fundir en un abrazo.

Volvió a meterse en el taxi y se sonrieron. El coche arrancó y la chica de rojo se quedó en la acera, conteniendo las  lágrimas. Ella era la más fuerte de las dos, ella no lloraba.

La otra pegó su cabeza al cristal y comenzó a llorar en silencio, pero sus quejidos pronto llenaron todo.
Iba a dejar su vida, a cambiar de rumbo, a conquistar otras ciudades y hasta ese momento, en el que había tenido que dejar a su mitad, no se había dado cuenta de la realidad. Esa verdad que asusta a la mayoría de los seres humanos, aunque sea ley de vida, vivir.

Le consolaba la idea de saber que ese miedo era combatible con ese puñado de confianza que a lo largo de los años, ella había ido depositando en sus bolsillos. Le tranquilizaba la vaga esperanza de que pronto volverían a compartir tantas horas como en el pasado y que aunque existiera distancia, hay cosas que tampoco ella puede deteriorar.

- Siempre tendré ese abrazo.

 Lo dijo en voz alta y el taxista le dedicó un mirada dulce por el retrovisor. Él ya había sido testigo de muchas despedidas.

El aeropuerto se mostraba frío a la vez que frágil. Cogió su tarjeta de embarque de dentro de aquel libro de poemas y subió al avión.

-Merche-

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