Serendipia
Pocas veces se había parado el tiempo en su vida como en los
momentos en los que se veían.
El reloj parecía detenerse y el mundanal ruido dejaba de ser
ensordecedor para calmarse entre los dedos rápidos y las miradas furtivas.
Andrea se sentía mareada los minutos previos a cada
encuentro, el corazón se le aceleraba y su temperatura comenzaba a vacilar
solamente de pensarle cerca, pero lo curioso es que sabía disimularlo tan bien
que dejaba que él pensara que llevaba el control, que sabía lo que hacía y que
nada perturbaba su conciencia como le pasaba a él.
Podría pasar una vida entera en aquella inmensa estancia, en
un rincón a la espera de que el reloj se comiera los minutos mientras ellos se
devoraban a besos.
Podría regalarle a Cronos las mañanas que quisiera con tal
de sentirle cerca y que sus bocas se lamieran una y otra vez hasta gastarse, o
que doliesen los labios de las mordidas o que las manos pudieran acariciar la
piel, esa piel que nunca miente, que se impregna de ganas, que se mantiene
ardiente y latiente en la más absoluta de las guerras apostando él por una
tregua y ella por poner en huelga sus sentidos.
Podría imaginarlo y lo imaginaba, porque ese a medias le
gustaba tanto como la torturaba y aunque sabía que subir más peldaños hacía la
caída más dura, ella se empeñaba en golpear a la razón y echarla de su mente y
buscaba siempre más, siempre menos lejos, siempre tanta cercanía como para
calmar la sed y solo le quedaba imaginarle, sentir sus manos en las caderas que
levemente le empujaran a él, el compás perfecto, el movimiento certero de ella
sobre sus piernas, el jadeo, el cuello ardiente, la desnudez más íntima y las
ganas por fin culminadas, pero ambos sabían que hay líneas que mejor no pasar.
Andrea lo miraba, intentaba retener en sus retinas esa
sonrisa que tanto le gustaba, guardar cada beso en su boca, olerle hasta agotar
su perfume, porque temía y no lo confesaba que él despertara una mañana con la
firme idea de romper los lazos, con la conciencia en la mano y la
responsabilidad de mochila, porque temía y nunca lo contaba, que él un día
cerrara la puerta y no la dejara entrar jamás, le frenara no solo las ganas
sino la mirada, porque ella también sentía miedo, porque Andrea aunque
pareciera valiente estaba igual o más acojonada que él, pero le encantaba
simular que no pensaba, que no se detenía persistente en la idea de que aquello
era el abismo más inmenso al que se había aferrado nunca, porque ya no era
perder (que lo podía perder todo) sino era perderse a ella misma, olvidarse,
renunciar, crear de nuevo aquella coraza y la realidad no era otra que con él
se sentía bien, se llenaba de paz, se convertía en todo aquello que le hacía
paradójicamente, mejor persona.
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