Cansancio



Hay muchos tipos de cansancio. Pero solo uno dejaba a Andrea exhausta y no eran las tarde de spinning en las que notaba al regresar del gimnasio que sus piernas iban a estallarle en pequeñas partes de carne, ni el dolor de unos pies azotados por trasnochar más de la cuenta, subida a los tacones negros de crueles centímetros.
Tampoco era el agotamiento de las madrugadas en vela estudiando, el desasosiego de después de un examen de más de tres horas o un largo día en la playa.

Para Andrea solo había algo que le suscitaba un tenaz agotamiento y no era otra cosa que la gente.
No toda la gente obviamente, más bien aquella que se metía de lleno en su vida y le proponía una y otra vez un camino distinto y siempre alternativo al que ella solía coger.
Ese tipo de personas que sin mirarse jamás a un espejo se creía con la potestad absoluta de un Zeus para juzgar y condenar a los demás.

I

Andrea sostenía la taza en las manos, iba descalza como siempre y en pijama. El pelo recogido en una trenza, mechones sueltos dibujaban infancia en sus sienes. Fumaba. Lo hacía cada vez que una situación le superaba y esta lo era.

Asomada a la cristalera de su salón, silencioso y solitario como cada día, se perdía intentando no pensar.  A lo lejos pudo ver en el parque de enfrente a tres niños jugando con un balón, un señor mayor paseaba por la acera y cruzaba sin mirar. El viento azotaba los árboles, no sabía qué tipo de árboles, pero le gustaba como bailaban con el aire.

Algún día estallará la guerra. Pensó Andrea mientras se  quitaba el esmalte rojizo del dedo índice con los dientes. Estallará y será demasiado tarde para ponerle malditas tiritas a todos y el daño será mayor y hay cosas, que si se rompen no se recuperan.

El reloj marcaba las siete de la tarde.

Andrea suspiró y apagó el cigarrillo. La tarde caía lentamente y sus hombros empezaban a vencerse por momentos.

Lloró.

No supo el tiempo que dedicó a que sus ojos derramasen lágrimas, pero el reloj había pasado a la hora par y le sobraban algunos minutos. Estaba acurrucada en el sofá, abrazando un deforme cojín morado. Se incorporó y anduvo descalza por la estancia dando vueltas y atusándose el pelo. Volvió a encender otro cigarrillo y exhaló el humo sintiendo por las venas una tensión conocida, que iba apagándose.

Le dolía la cabeza y sentía miedo. No un miedo normal, un miedo de esos de no tener un lugar para huir porque aunque te tapes la cabeza con la sábana sigue contigo. Era un miedo carnal, un miedo que se albergaba en el corazón y te hacía pasar la noche sin dormir.

II

No nos pertenece nada. Ni la casa que pagamos, ni el coche, ni el título académico, ni la ropa que llena nuestro armario.
No nos pertenecen las personas que nos rodean, ni sus sentimientos, ni sus miradas, ni sus encuentros a escondidas, ni los besos que roban, los que niegan o los que regalan. Nada es nuestro, no tenemos nada.
No somos dueños de la vida de nadie, ni de la nuestra siquiera pero sí hay algo que es de nuestra propiedad. Vivir de la manera que más feliz nos haga.

III

 Hazlo así, de esta manera y no tomes por ahí. No quieras más de la cuenta, entrégate, calla y habla, ríe, llora ahora, ten miedo, no sientas.

Andrea se puso los auriculares y salió a la calle, hacía frío, de ese que te corta la cara, las manos congeladas, los pies más de los mismo.

Caminaba sin rumbo, perdida,  -¡Qué más dará!-  dijo en voz alta.

Ya estoy lo suficientemente perdida como para que la gente me indique qué camino he de coger o a quién debo querer más. Se supone que soy una sumisa, una dependiente emocional de lo que la humanidad diga, una víctima de la mala lengua del ser humano, una inconsciente que no se para a pensar en su bienestar en el futuro, en una cuenta en el banco que sustente sus caprichos, en una casa, un perro de raza y que por supuesto tiene toda la necesidad de que el resto decidan por ella.

Ese cansancio era el que tenía a Andrea agotada de verdad. Esa manía de querer manipular hasta la ropa que debía ponerse. No somos jueces de nadie.

Andrea se paró en seco y se miró en el reflejo del cristal de un escaparate, se percibió hundida, machacada, con ojeras y con el pelo alborotado, no había cogido ni la bufanda. Respiró profundo y miró en derredor. Se acabo caminar sin rumbo. Se acabó vivir la vida que los demás tenían preparada para ella.

Empezó a chispear y pronto su abrigo se llenó de gotitas, pero no le importo, el resto huía del agua y ella se quedó inmóvil, sonriéndose, a ella le apetecía mojarse y eso iba a hacer.

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