Volver a jugar
Cuando lo tenía frente a ella, apoyado con disimulo en la
barandilla del paseo marítimo, con el baluarte a la espalda y la brisa de
poniente azotando la noche, supo que iba a pasar.
Tras horas de conversaciones banales y alguna que otra más
seria, tras días de deseo contenido a sabiendas de que lo prohibido les
acechaba, quisieron darse la tregua de verse fuera de las pantallas y de los
ojos ajenos e inquisidores y volvieron al lugar que sin saberlo les unía, a su
noche mágica sin ser la señalada y a las ganas locas de comerse a besos aun
negándose a las evidencias.
Él simplemente se posicionó para que su cuerpo quedara tan
cerca del otro cuerpo que apenas tuvieran dudas de ejercer de imán y fundirse
en un abrazo casi quinceañero.
Ella aspiró profundamente su olor, su camiseta rozaba la
nariz y le hacía cosquillas y sus brazos morenos ya por el sol del recién
estrenado verano, la rodeaban con fuerza.
Los latidos de ambos se descontrolaron como caballos bravos
y ella sintió el nervio que sienten los primeros amantes al descubrirse, porque
hacía años que no era capaz de reconciliarse con el oscuro vicio de las
primeras veces.
Andrea levantó la cara, y sin apenas mirarse surgió el beso.
Ambas bocas se fusionaron; primero con tranquilidad y luego con fulgor, lamiendo
ambas lenguas los recovecos más culpables de aquellos labios y respirando
agitados al unísono.
- No tenemos edad de esto. Susurró él mientras
apenas separaba su boca de la otra boca y metía su mano bajo la blusa de lino
de ella.
- Ni ganas de dejarlo.
Andrea sintió un calor estrepitoso que le subía del estómago
al cuello. Había imaginado tantas veces ese momento que le parecía un sueño más
de los que había tenido en los últimos meses, pero no, no lo era. El oleaje de
fondo era tan real como el faro que deslumbraba al fondo o la piel que se
erizaba al contacto con él.
Las ganas le subían por las piernas y él tampoco las
escondía. Se sentían dos veinteañeros besándose bajo la luz de aquella farola
del paseo, con las ganas escondidas que habían desembocado tras dos simples
copas de vino, porque no siempre es el alcohol, a veces son las ansias lo que
te emborracha y te hace pecar.
No había sido consciente de la altura que les separaba hasta
ese momento, la ideal, la justa, la compatible para que no tuviera ni que
ponerse de puntillas del todo. Olía tan
bien como aquella noche de verano y de cerca era todavía más guapo de lo
que había podido imaginar en las tardes en las que apenas podían mirarse.
Su pelo y sus ojos oscuros aún lucían más profundos y ella
recordó aquella conversación en la que se decían mutuamente la mala suerte de
tener el color de ojos tan corriente.
- Yo los tengo color “normal”
- Son color miel, no te desmerezcas, mira qué
pestañas, no como yo.
Y ambos rieron, mientras pensaban en la inmensa magia que
desprendían de aquellos ojos tan simples.
- Acabo de darme cuenta de que podría besarte toda
la noche.
Carlos se sonrojó como cada vez que ella en su sinceridad
impulsiva le había hecho saber que le encantaba desde el primer día, pero quiso
disimularlo.
- No serías tú si no fueras tan sincera.
- No sería yo si no la liara tanto, no sería yo si
no te descolocara, no sería yo si no…
- No serías entonces la que me gusta.
No hubo más, porque la noche se hizo tan rápida que a las
excusas no le quedaban nombres, y tuvieron que marcharse cada uno a su guarida,
a no verse, a no escucharse y a no reírse de la vida. Ella se quedó pensando en
su olor, en el tacto de su pecho terso y el abrazo de aquellos hombros
marcados. Él seguramente no pensaría en nada, porque era de la idea firme de
que los pensamientos se hacen realidad, y ya estaba metido hasta el fondo.
Merche…
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